miércoles, 26 de septiembre de 2012

Walsh, sus malos modales. Marcelo A. Caparra


 “Los muertos rodean a los vivos. Y hay intercambios entre ambos, intercambios que nunca fueron claros”.
John Berger.


(Escribo estas líneas tratando de cerrar los oídos, de protegerme contra una tosca, sanguinaria, vengativa cotidianidad).

“En la Alemania de Hitler se había difundido una singular forma de urbanidad: quien sabía no hablaba, quien no sabía, no preguntaba, quien preguntaba, no obtenía respuesta”, recuerda amargamente Primo Levi. “De esta manera, el ciudadano alemán típico conquistaba y defendía su ignorancia, que le parecía suficiente justificación de su adhesión al nazismo: cerrando el pico, los ojos y las orejas, se construía la ilusión de no estar al corriente de nada, y por consiguiente, de no ser cómplice, de todo lo que ocurría ante su puerta” (Si esto es un hombre).


En la vereda de enfrente, Rodolfo Walsh escribe: “Cadena informativa puede ser usted mismo, un instrumento para que usted se libere del terror y libere a los otros. Reproduzca esta información (…) Millones quieren ser informados. El Terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Pregunte. Averigüe. Obtenga información sobre los desaparecidos. Impida que, en silencio, sigan siendo devastadas las filas del pueblo”.

Este es el espejo invertido: “una singular forma de urbanidad” en la Alemania de Hitler; una organización que pretende desmontar “el terror” de la Argentina de Videla, informando. Walsh sabía y creía que había que hacer saber. Y sabía, también, que si saber era riesgoso, hacer saber era suicida. Por subversiva, la palabra de un escritor es trampolín a una muerte segura. O a algo mucho peor: la ESMA.

Joder, jodía Walsh. Y no es de ahora: desde que, en 1956, una voz, le dijo “-Hay un fusilado que vive”. El fusilado tiene un agujero en la cara. Otro espejo, aquí. La historia oficial que heredamos de la “Revolución Libertadora”, esa que depuso “la tiranía” para “restaurar la república”, esa historia también tiene una mejilla perforada. Y con el silencio de esa perforación, con el testimonio encarnado en ese fusilado que vive (la barbarie militar fusila, pero fusila mal), Walsh va a ir amasando toda su poética posterior:

- la impunidad del Terrorismo de Estado,
- la violencia que se escribe -con sangre- sobre el cuerpo de las víctimas, y
- el ocultamiento de la verdad.

Ya lo dijimos antes[1]: a partir de “Operación masacre” (1956), Walsh supera la herencia de Borges, conservándola. Como la de Sarmiento, su prosa se vuelve incendiaria. Narra en la tensión de sus “perplejidades íntimas” y del “amenazante mundo exterior”. Y como Sarmiento, Walsh narra desde el antagonismo de la “pulcra” civilización con el “hedor” de la barbarie. El adentro se salpica con el afuera, la Razón geométrica del policial se hunde en los “basurales” de la historia. El ajedrez cede su voz a la otredad. Años de novela policial y una relectura ideologizada del “Facundo” le permiten unir ambos mundos: el vehículo será la investigación, la pesquisa, el desciframiento de la verdad. Cuando el poder miente, la verdad tiene la forma del enigma. Al investigar (al narrar), el sujeto de la experiencia pone el cuerpo. En ese narrar con el cuerpo se resume “el violento oficio de escritor”.

Y después, lo que ya sabemos. Que hace 32 años, “un acto de libertad” le costó la vida. Un grupo de asesinos de la Escuela de Mecánica de la Armada lo emboscó en una calle de Buenos Aires. Pero no alcanzaron a evitar el otro disparo: unos minutos antes, Walsh había descargado en un buzón de Buenos Aires su ahora célebre “Carta Abierta de un Escritor a la Junta Militar”. A Walsh también lo fusilaron. Pero lo fusilaron mal. Ahora, “el fusilado que vive” es él.

No sé, me parece que en ciertas encrucijadas históricas, cuando la masacre lo gobierna todo, hay quienes conquistan su ignorancia y la defienden -otra vez Primo Levi-, como “una singular forma de urbanidad”. Otros, andan por ahí, jodiendo, preguntando, averiguando, ejerciendo el violento oficio de escritor. Walsh, la secreta victoria de “un acto de libertad”. Walsh, que nos señala con el dedo. Walsh, sus malos modales.

(Escribo estas líneas contra una tosca cotidianeidad. Una conmovida y platinada Susanita termina de legarle su sanguinario dictum a la historia del Pensamiento Nacional. “El que mata tiene que morir”, dijo. Y desató la barbarie, que estaba agazapada. Esperando. La acompañan: un Elvis tercermundista, meloso y moribundo que, entre pucho y pucho, llora las glorias del pasado. Y un montón de coreógrafos gay que maúllan tanta inseguridad. Y una pandilla de “periodistas” que añoran la república perdida.
“El que mata, tiene que morir”, dijo la Susanita platinada.
Y yo escribo sobre Walsh, para exorcizar toda esa basura sangrienta, rencorosa, resentida, de mi país, yo escribo para pulverizar la realidad). 






[1] En Garabatos/Walsh. Cuerpo, letra y porvenir. Resistencia, Ananga Ranga, 2007.

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