“Los muertos rodean a los vivos. Y hay
intercambios entre ambos, intercambios que nunca fueron claros”.
John
Berger.
(Escribo
estas líneas tratando de cerrar los oídos, de protegerme contra una tosca, sanguinaria,
vengativa cotidianidad).
“En la Alemania de Hitler se
había difundido una singular forma de urbanidad: quien sabía no hablaba, quien no sabía, no
preguntaba, quien preguntaba, no obtenía respuesta”, recuerda amargamente Primo
Levi. “De esta manera, el ciudadano alemán típico conquistaba y defendía su
ignorancia, que le parecía suficiente justificación de su adhesión al nazismo:
cerrando el pico, los ojos y las orejas, se construía la ilusión de no estar al
corriente de nada, y por consiguiente, de no ser cómplice, de todo lo que
ocurría ante su puerta” (Si esto es un
hombre).
En
la vereda de enfrente, Rodolfo Walsh escribe: “Cadena informativa puede ser usted mismo, un instrumento para que
usted se libere del terror y libere a los otros. Reproduzca esta información
(…) Millones quieren ser informados. El Terror se basa en la incomunicación.
Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la
satisfacción moral de un acto de libertad. Pregunte. Averigüe. Obtenga
información sobre los desaparecidos. Impida que, en silencio, sigan siendo
devastadas las filas del pueblo”.
Este
es el espejo invertido: “una singular forma de urbanidad” en la Alemania de Hitler; una
organización que pretende desmontar “el terror” de la Argentina de Videla,
informando. Walsh sabía y creía que había que hacer saber. Y sabía,
también, que si saber era riesgoso, hacer saber era suicida. Por subversiva,
la palabra de un escritor es trampolín a una muerte segura. O a algo mucho
peor: la ESMA.
Joder, jodía
Walsh. Y no es de ahora: desde que, en 1956, una voz, le dijo “-Hay un fusilado que vive”. El
fusilado tiene un agujero en la cara. Otro espejo, aquí. La historia oficial
que heredamos de la “Revolución Libertadora”, esa que depuso “la tiranía” para
“restaurar la república”, esa historia también tiene una mejilla perforada. Y
con el silencio de esa perforación, con el testimonio
encarnado en ese fusilado que vive (la barbarie militar fusila, pero fusila
mal), Walsh va a ir amasando toda su
poética posterior:
- la
impunidad del Terrorismo de Estado,
- la
violencia que se escribe -con sangre- sobre el cuerpo de las víctimas, y
- el
ocultamiento de la verdad.
Ya lo dijimos
antes[1]:
a partir de “Operación masacre” (1956),
Walsh supera la herencia de Borges, conservándola. Como la de Sarmiento, su
prosa se vuelve incendiaria. Narra en la tensión de sus “perplejidades íntimas” y del “amenazante
mundo exterior”. Y como Sarmiento, Walsh narra desde el antagonismo de la “pulcra” civilización con el “hedor” de la barbarie. El adentro se salpica con el afuera, la Razón geométrica del
policial se hunde en los “basurales” de la historia. El ajedrez cede su voz a
la otredad. Años de novela policial y una relectura ideologizada del “Facundo” le permiten unir ambos mundos:
el vehículo será la investigación, la pesquisa, el desciframiento de la verdad.
Cuando el poder miente, la verdad tiene la forma del enigma. Al investigar (al
narrar), el sujeto de la experiencia pone el cuerpo. En ese narrar con el
cuerpo se resume “el violento oficio de
escritor”.
Y después, lo
que ya sabemos. Que hace 32 años, “un acto de libertad” le costó la vida. Un
grupo de asesinos de la
Escuela de Mecánica de la Armada lo emboscó en una calle de Buenos Aires.
Pero no alcanzaron a evitar el otro
disparo: unos minutos antes, Walsh había descargado en un buzón de Buenos
Aires su ahora célebre “Carta Abierta de
un Escritor a la Junta
Militar”. A Walsh también lo fusilaron. Pero lo fusilaron
mal. Ahora, “el fusilado que vive” es él.
No sé, me
parece que en ciertas encrucijadas históricas, cuando la masacre lo gobierna
todo, hay quienes conquistan su ignorancia y la defienden -otra vez Primo Levi-,
como “una
singular forma de urbanidad”. Otros, andan por ahí, jodiendo,
preguntando, averiguando, ejerciendo el violento oficio de escritor. Walsh, la
secreta victoria de “un acto de libertad”. Walsh, que nos señala con el dedo.
Walsh, sus malos modales.
(Escribo
estas líneas contra una tosca cotidianeidad. Una conmovida y platinada Susanita
termina de legarle su sanguinario dictum a la historia del Pensamiento Nacional. “El que mata tiene que morir”,
dijo. Y desató la barbarie, que estaba agazapada. Esperando. La acompañan: un Elvis tercermundista, meloso y
moribundo que, entre pucho y pucho, llora las glorias del pasado. Y un montón de
coreógrafos gay que maúllan tanta inseguridad. Y una pandilla de “periodistas”
que añoran la república perdida.
“El
que mata, tiene que morir”, dijo la
Susanita platinada.
Y
yo escribo sobre Walsh, para exorcizar toda esa basura sangrienta, rencorosa,
resentida, de mi país, yo escribo para pulverizar la realidad).
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