miércoles, 26 de septiembre de 2012

PERDÓNENNOS, PERDÓNENNOS- Rocío Navarro



Esta nota está desde el principio pensada como una confesión de parte. De modo que no ha de darme pudor iniciar la exposición citándome a mí misma, más precisamente, pidiéndoles que para continuar lean completo el texto que cito a continuación y que escribí hace ya unos cuatro años.


----------algo se prende fuego
una piecita con dos sillones de madera que encima tenían unos almohadones de estampado horrible, con flores rosa viejo o algo así. yo estaba sentada en el suelo, las otras dos chicas miraban distantes desde los rincones, y en el medio estaba la aceleradita manager contando mecánicamente cada billete. a su lado el pibe rubio la miraba atento, disimulando torpemente el interés. el piso estaba cubierto de plata apilada de a 500 pesos. a mi me había tocado amontonar los de 50. de fondo sonaba algo así como un rocanrol tercermundista, si es que existe la categoría.
quinientos, mil. dos mil. tres y cuatro. y así hasta que un pibe con la cara desfigurada entró pidiendo droga. pero siguieron los miles y nadie le dio bola. y el pibe tiró una pipa de metal contra el espejo, se comió medio sánguche de queso, se tomó una pepsi con speed, contó que la noche anterior un tipo le explicó matemáticas, que estaba deprimido, que. pero ya lo dije: nadie le dio mucha bola. (ni siquiera yo, que en algún momento intenté darle un consuelo por demás idiota) eso sí: cuando el pibe volvió al escenario para los ritualizados cuatro o cinco temas de despedida, la manager dijo: “es un hijo de puta”. por lo de la pipa, supongo. yo no le di bola y seguí contando la guita.
los números cerraron bien. así que me correspondieron mis 15 minutos diarios de recompensa. agarré la cámara y me puse a sacar fotos. como la luz era medio complicada, me pareció mejor filmar. quedaron buenos los videos. en un momento, el pibe se puso a cantarle a un reflector del escenario. muy teatral, poco espontáneo. un pelotudo se me cruzaba frente a la cámara a cada rato. pelotudo porque él también filmaba. y hay códigos, che. al ratito dije buen provecho y bajé del escenario buscando el cuerpo de esa chica hermosa que siempre va conmigo.
nos compramos una cerveza y dos choripanes. hacía frío. esperamos que nos paguen 20 mangos a cada una y volvimos a Resistencia apretujadas en un remís compartido con tres chicos. fuimos al bar. estaba lleno, pero teníamos ganas. pedimos una cerveza. dos. y yo terminé la noche hablando con un flaco sobre el pudor que despierta para una mujer ir a sentarse a la barra de un bar. él me contestó que para un hombre también es vergonzoso cuando no conoce el lugar. floté hasta casa y me quedé dormida muchas horas. y hoy se me ocurrió que estoy un poco cansada de la literatura que chorrea moralina. eso sí: me gustan las preguntas.

El algún momento de su publicación, ese texto incluyó una nota al pie en la que se leía que todos los personajes y situaciones del relato eran de carácter verídico. Lo que hoy me ocupa es ampliar esa nota al pie y hacer una relectura de una de las escenas que plantea. En primer lugar diré que el pibe con la cara desfigurada que entró pidiendo droga era el Pity Álvarez. O sea que el rocanrol tercermundista que se oía de fondo era el de Intoxicados: Algunos humanos, en contra de las reglas humanas, encontraron una puerta de escape a través de sus mentes, logrando de esta manera conectarse con el cosmos evadiéndose de aquel infierno, salvándose de su destrucción. Cuentan que estos seres aún habitan en algún lugar del espacio infinito, a estas criaturas se las conoce con el nombre de Intoxicados.
Yo nunca había escuchado con atención o tenido un disco de esta banda o de su antecesora Viejas Locas. Y hoy me pregunté cómo fue que no compré un disco suyo hasta mucho después de ese encuentro con el Pity. Hasta hace relativamente poco, año y medio quizás.
Me lo pregunté y me respondí dándome cuenta de la impertinencia con que lo había visto aquella vez, o bien, dándome cuenta de cómo ese tipito con su vida apenas a cuesta, lograría ahora comunicarse conmigo de un modo que me parece, hoy, tan legítimo. No te asustes por lo que te cuento, pero en mi vecindario todo esto es cierto, todos tienen fierros, yuta tiene miedo, entonces tiran sin preguntar primero, y esquivando balas en mi bicicleta, voy a casa de mi puntero a buscar mi hierba, el tiene ese faso rico que cuando lo fumo quedo bien chino.
Sobre eso me hace reflexionar el Pity, sobre esa presencia casi incómoda que son sus canciones, incómodas en el placentero sentido de que no es posible que pasen desapercibidas ante los oídos. Esto es: en casa, nadie pone un disco del Pity de fondo mientras lee, o como compañía a la reunión de amigos; en casa, cuando se pone un disco del Pity, mal que le pese a los teóricos de la música que no pueden ver en ella más que partituras pentagramas acordes; decía que, en casa, cuando se pone un disco del Pity, todos sabemos que es para escucharlo, para pasar un momento de agradable reflexión con sus canciones.
Y por eso, como en una especie de síntesis que nada tiene que ver con la lógica hegeliana, hoy diría que aquella vez lo vi con impertinencia quizás, precisamente, porque lo vi como a un tipito con su vida apenas a cuestas. Y no dimensioné lo respetable que puede llegar a ser eso. Pero fui afortunada en toparme con el Pity en circunstancias de impertinencia, porque eso hizo posible que con el tiempo reconociera en él una parte humana que fue quizás la que abonó el deseo por conocer su obra. Y su obra, al igual que un tipito con su vida apenas a cuestas, déjenme decirlo, también es respetable: Dame un balde de agua o de arena, o pasame el matafuego, que el incendio está cerca, y no voy a quemarme sin antes pelear, fuego, fuego, fuego, fuego, estamos enfermos, fuego, fuego, estamos enfermos, perdónennos, perdónennos.

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