Esta nota está
desde el principio pensada como una confesión de parte. De modo que no ha de
darme pudor iniciar la exposición citándome a mí misma, más precisamente,
pidiéndoles que para continuar lean completo el texto que cito a continuación y
que escribí hace ya unos cuatro años.
----------algo se prende
fuego
una piecita con dos sillones de madera que encima tenían unos
almohadones de estampado horrible, con flores rosa viejo o algo así. yo estaba
sentada en el suelo, las otras dos chicas miraban distantes desde los rincones,
y en el medio estaba la aceleradita manager contando mecánicamente cada
billete. a su lado el pibe rubio la miraba atento, disimulando torpemente el
interés. el piso estaba cubierto de plata apilada de a 500 pesos. a mi me había
tocado amontonar los de 50. de fondo sonaba algo así como un rocanrol
tercermundista, si es que existe la categoría.
quinientos, mil. dos mil. tres y cuatro. y así hasta que un pibe
con la cara desfigurada entró pidiendo droga. pero siguieron los miles y nadie
le dio bola. y el pibe tiró una pipa de metal contra el espejo, se comió medio
sánguche de queso, se tomó una pepsi con speed, contó que la noche anterior un
tipo le explicó matemáticas, que estaba deprimido, que. pero ya lo dije: nadie
le dio mucha bola. (ni siquiera yo, que en algún momento intenté darle un
consuelo por demás idiota) eso sí: cuando el pibe volvió al escenario para los
ritualizados cuatro o cinco temas de despedida, la manager dijo: “es un hijo de
puta”. por lo de la pipa, supongo. yo no le di bola y seguí contando la guita.
los números cerraron bien. así que me correspondieron mis 15
minutos diarios de recompensa. agarré la cámara y me puse a sacar fotos. como
la luz era medio complicada, me pareció mejor filmar. quedaron buenos los
videos. en un momento, el pibe se puso a cantarle a un reflector del escenario.
muy teatral, poco espontáneo. un pelotudo se me cruzaba frente a la cámara a
cada rato. pelotudo porque él también filmaba. y hay códigos, che. al ratito
dije buen provecho y bajé del escenario buscando el cuerpo de esa chica hermosa
que siempre va conmigo.
nos compramos una cerveza y dos choripanes. hacía frío. esperamos
que nos paguen 20 mangos a cada una y volvimos a Resistencia apretujadas en un
remís compartido con tres chicos. fuimos al bar. estaba lleno, pero teníamos
ganas. pedimos una cerveza. dos. y yo terminé la noche hablando con un flaco
sobre el pudor que despierta para una mujer ir a sentarse a la barra de un bar.
él me contestó que para un hombre también es vergonzoso cuando no conoce el
lugar. floté hasta casa y me quedé dormida muchas horas. y hoy se me ocurrió
que estoy un poco cansada de la literatura que chorrea moralina. eso sí: me
gustan las preguntas.
El algún
momento de su publicación, ese texto incluyó una nota al pie en la que se leía
que todos los personajes y situaciones del relato eran de carácter verídico. Lo
que hoy me ocupa es ampliar esa nota al pie y hacer una relectura de una de las
escenas que plantea. En primer lugar diré que el pibe con la cara desfigurada que entró pidiendo droga era el Pity Álvarez. O sea que el rocanrol tercermundista que se oía de
fondo era el de Intoxicados: Algunos
humanos, en contra de las reglas humanas, encontraron una puerta de escape a través
de sus mentes, logrando de esta manera conectarse con el cosmos evadiéndose de
aquel infierno, salvándose de su destrucción. Cuentan que estos seres aún
habitan en algún lugar del espacio infinito, a estas criaturas se las conoce
con el nombre de Intoxicados.
Yo nunca había
escuchado con atención o tenido un disco de esta banda o de su antecesora
Viejas Locas. Y hoy me pregunté cómo fue que no compré un disco suyo hasta
mucho después de ese encuentro con el
Pity. Hasta hace relativamente poco, año y medio quizás.
Me lo pregunté
y me respondí dándome cuenta de la impertinencia con que lo había visto aquella
vez, o bien, dándome cuenta de cómo ese tipito con su vida apenas a cuesta,
lograría ahora comunicarse conmigo de un modo que me parece, hoy, tan legítimo.
No te asustes por lo que te cuento, pero
en mi vecindario todo esto es cierto, todos tienen fierros, yuta tiene miedo, entonces
tiran sin preguntar primero, y esquivando balas en mi bicicleta, voy a casa de
mi puntero a buscar mi hierba, el tiene ese faso rico que cuando lo fumo quedo
bien chino.
Sobre eso me
hace reflexionar el Pity, sobre esa presencia casi incómoda que son sus
canciones, incómodas en el placentero sentido de que no es posible que pasen
desapercibidas ante los oídos. Esto es: en casa, nadie pone un disco del Pity de fondo mientras lee, o como compañía a la reunión de amigos; en
casa, cuando se pone un disco del Pity, mal que le pese a los teóricos de la
música que no pueden ver en ella más que partituras pentagramas acordes; decía que,
en casa, cuando se pone un disco del Pity, todos sabemos que es para
escucharlo, para pasar un momento de agradable reflexión con sus canciones.
Y por eso,
como en una especie de síntesis que nada tiene que ver con la lógica hegeliana,
hoy diría que aquella vez lo vi con impertinencia quizás, precisamente, porque
lo vi como a un tipito con su vida apenas a cuestas. Y no dimensioné lo
respetable que puede llegar a ser eso. Pero fui afortunada en toparme con el Pity en circunstancias de
impertinencia, porque eso hizo posible que con el tiempo reconociera en él una
parte humana que fue quizás la que abonó el deseo por conocer su obra. Y su
obra, al igual que un tipito con su vida
apenas a cuestas, déjenme decirlo, también es respetable: Dame un balde de agua o de arena, o pasame
el matafuego, que el incendio está cerca, y no voy a quemarme sin antes pelear,
fuego, fuego, fuego, fuego, estamos enfermos, fuego, fuego, estamos enfermos, perdónennos,
perdónennos.
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