El hoy
fugaz es tenue y es eterno.
Otro Cielo
no esperes,
ni otro
Infierno.
Borges.
Hay una película
protagonizada por Bill Murray
que quizá hayan visto. Se llama Groundhog Day (Harold Ramis, EE.UU.,
1993), la tradujeron como Hechizo del tiempo o Atrapado en el tiempo,
pero es más conocida por su traducción literal: El día de la marmota. En
ella, Phill Connors (Murray) es el meteorólogo de un
ignoto canal de cable que es enviado todos los años a un pueblito todavía más
ignoto, Punxsutawney, a cubrir la tradición local de “El día de la marmota”:
una jornada de fiesta que comienza a las seis de la mañana en pleno invierno
nevado, y que consiste en ir a la plaza del pueblo para que el Intendente saque
de su letargo a la mascota oficial, una marmota (también llamada “Phill”) que
“susurrará” al oído del funcionario si se adelantará o no la primavera ese año.
Phill Connors
detesta viajar todos los años hasta allí, detesta esa tradición, detesta ese
pueblito y a sus habitantes... en fin. El conflicto emerge cuando una tormenta
de nieve le impide al protagonista salir del pueblo y tiene que quedarse una
noche más: entonces Phill se despierta, cada día, nuevamente en “El día de la
marmota”. Nadie, excepto él, es conciente de la repetición incesante del mismo
día: el resto del pueblo actúa siempre igual, sin percatarse de que está
atrapado en el tiempo de un día que retorna y retorna sin cesar.
Pero lo interesante no
es la repetición, sino la diferencia. Lo que resulta interesante de esta
película es que la experiencia del tiempo que tiene el protagonista va
presentando graduales modulaciones a medida que el número de repeticiones se
hace indefinido. La percepción del tiempo cambia en Phill Connors a través de
iteración del mismo día. Lo que diferencia un día del otro es el tipo de
expectativas que tiene Phill Connors. El personaje interpretado va cambiando lo
que espera del día que, ya sabe, será el mismo de ayer y el mismo de mañana.
Ilustremos esto con la película misma.
Al principio,
Phill cree que sufre un déja vu. Después sospecha una conspiración de
todo el pueblo. Luego da rienda suelta a sus vicios, come, bebe y fuma hasta
hartarse. Más tarde, aprovecha para seducir a todas las chicas del pueblo.
Saciado y aburrido, se deprime profundamente y decide suicidarse... pero
despierta nuevamente en el “Día de la marmota”. Se suicida de mil maneras,
hasta llega a secuestrar a la condenada marmota y arrojarse con bicho y todo a
un abismo... Al reconocerse “inmortal”, se cree un dios. Trata de seducir a su
productora (Andie MacDowell) una y otra vez, aprovechando la información que
ella le brinda cada día para retomar los embates amorosos con nuevas armas,
pero Phill se topa con el inconveniente de que ella no se acuesta con nadie en
la primera noche…
Hasta que, en un
impreciso momento de la película (“impreciso” porque vaya uno a saber cuántos
días idénticos transcurrieron), nuestro protagonista abandona la posibilidad de
escapar del pueblo. Dicho de otro modo, Phill Connors cambia el proyecto de su
deseo: comienza a valorar el tiempo de otra manera, lee a Chejov, aprende a
tocar el piano, recorre el pueblo para socorrer a sus vecinos (todos los días
el mismo niño se cae del mismo árbol a la misma hora, el mismo señor gordo se
atraganta en la misma mesa del mismo restaurante, etc.). Es decir, organiza sus
prácticas cotidianas, su rutina, en función de un proyecto modesto, discreto,
hecho de paciencia, solidaridad y constancia. No hay resignación, pues Phill realmente
empieza a disfrutar de lo que hace, ni hay falsas esperanzas, pues Phill no
espera salir del “Día de la marmota”.
Así, la película
ilustra perfectamente cómo la diferencia en la repetición de los días está dada
por el tipo de “ilusión” que guía al protagonista, por la calidad de la
“ficción útil” con la que el protagonista interviene en su cotidianeidad. Cada
“Día de la marmota” es una realidad diferente según el sentido y el valor que
el protagonista pone en juego sobre su experiencia. Phil Connors pasa por los
estadios de un polo (desconcierto, irritabilidad, abuso, hastío, suicidio,
autodivinización…) hasta que atraviesa cierto umbral a partir del cual ya no
busca un sentido “fuera” del día de la marmota que justifique su existencia, o
sea, no busca un fin fuera del tiempo, como si el tiempo fuera un medio para
otra cosa. Sino que produce el sentido en “eso en que está”, haciendo del
tiempo un fin en sí, hasta indentificarlo prácticamente con su propio ser, con
su propio hacer, de manera que ya no hay carencia en su experiencia sino
afirmación activa de lo que “se hace tiempo”.
Claro que no se trata
del paso de una experiencia objetivista del tiempo (el tiempo como un
recipiente en el que acontece la realidad, en esa tradición que va de
Aristóteles a Kant) a una experiencia subjetivista (el tiempo como distensión
del alma o proyección del ser-ahí, en esa otra tradición que va de Agustín de
Hipona a Martín Heidegger). Phill no hace el tiempo: hay cosas que no puede
modificar por más pertinacia y esfuerzo que le ponga (el mendigo muere
irremediablemente cada día, por ejemplo). Y claro que aquello que el
protagonista deseaba al principio, el amor de su productora y la salida de ese
día y de ese pueblo, llegan finalmente. Pero llegan con otro sentido, llegan
transvalorados, porque ya no importaba que llegaran o no.
Lo importante es que el
motor de las prácticas del protagonista ya no es una falta (la falta de
escapatoria, la falta de su vida anterior a la llegada al pueblo, la falta del
amor de su productora…), sino la alegría de afirmar cada acto como si lo
deseara repitiéndose para siempre. Y esto nada tiene que ver con el
conformismo. Phill no cesa de esforzarse por mejorar y mejorarse cada día, es
decir, por introducir la diferencia productiva en la repetición monótona. Así
podríamos captar una concepción del tiempo como experiencia del devenir, esto
es, de la diferencia como ser: Phil sería un pliegue del tiempo (del ser del
devenir) como un navío sería un pliegue del océano.
Se trata, a mí
entender, de un ejemplo ilustrativo del eterno retorno nietzscheano: querer lo
que nos pasa como si lo quisiéramos para siempre, hacernos activamente dignos
de lo que nos pasa.
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