domingo, 1 de septiembre de 2013

Carta a la obtusa / Marcelo A. Caparra

Ilustración Sebastián Curuchet
(O razonamiento hermenéutico-antropológico- teosófico destinado a probar por qué tu música es una mierda y la mía no)

Querida Obtusa.

Intentaré ser breve.

Tuviste conmigo una agria disputa en que expresaste tu desagrado y asco hacia los rockeros, hacia el rock, hacia la cultura del rock. Te escribo porque necesito explicarte una cosita. El rock, para nosotros, en aquellos años, no era sólo un ritmito musical. Era una cuestión de pertenencia. Y era también -en ese momento no lo sabíamos, ahora sí-, el grito del último formato artesanal en los tiempos de masificación moderna, el esfuerzo (romántico, si querés, quimérico, utópico) por producir algo auténtico, novedoso y creativo con las propias manos si fuera necesario. No teníamos mercado: había que crearlo. Había que imaginar un mundo que todavía no había, dibujar algo que no había aún.



Ahora bien. Vos te matás con Arjona, Cristian Cacastro, Cheién. Todo bien, pero yo te aviso: todas esas bazofias que vos escuchás son nocivas para el cuerpo humano. Y tengo 4800 argumentos para demostrarte que lo son. La mayoría de mis objeciones son literarias. Pero también musicales. Creo que ésta es la más importante: cuando una propuesta artística no representa ningún desafío (ni en la forma de los significantes ni en las conductas del receptor), no es propuesta ni mucho menos artística. Tus referentes jamás provocan: cuentan con espacios asegurados de antemano, espacios en las discográficas, espacios en los medios, en los suplementos de las revistas para señoras aburridas como vos –porque además tienen su target muy definido, te diste cuenta de eso ¿no? ¿O te parecen casuales todas esas apelaciones a las señoras de las cuatro décadas que miran su pasado menstrual con añoranza y sanguinolenta melancolía? Es como la mitad de la Matrix, te dicen exactamente lo que vos querés oír, sus canciones son como placebos: grageas para opas.



Y no me vuelvas con esa necedad de “son gustos, es cuestión de gustos”. “Cada cual tiene sus gustos”, ¿qué clase de argumento es ese? Eso es, más bien, querida obtusa, el grado cero del razonamiento y mejor aún, la condición misma de su imposibilidad. Cuando alguien le dice a su circunstancial oponente “Ah, son gustos, es así, sobre gustos no hay nada escrito”, comete al menos tres errores:

Uno- antropológico: es cierto que los gustos son así pero también es cierto que pueden cambiar. Lo abierto puede cerrarse y lo cerrado abrirse. La condición humana lo prueba a cada instante y la vida misma despliega sus ejemplos, aquí y allá.

Dos- histórico: no es cierto que no haya escrito. Desde Aristóteles hasta Beatriz Sarlo pasando por Kant, Bourdieu o Baudrillard hay mucho, muchiiiiiiiiiiiiiísimo, escrito sobre gustos.



Y por último, tres- lo más importante. Yo tengo argumentos para defender mis gustos, vos no. Por eso tu lengua impaciente prefiere el arrebato al razonamiento, el alarido a la reflexión. Pero hay otro inconveniente: el alarido no parece buena argumentación. ¿Vos te acordás cuando en mayo o junio te dije que me preocupaban esas dos alumnas del quinto? ¿Las que siempre parecen estar enojadas con el mundo y con cara de traste a prueba de balas? ¿Las que siempre resuelven todos los conflictos encogiéndose de hombros, puteando con trazo grueso y arrojando víboras por la boca, sin filtro, sin límites, sin orientación? Bueno. El alarido es el signo (puramente sensoriomotriz, es decir, preverbal) de la irreflexión, es el patoterismo por otros medios. O sea: vos no estás tan alejada de esas señoritas.



Pero permitime ir, todavía, más allá. Si esas cápsulas de patoterismo juvenil escucharan Deep Purple, Foo Fighters o Divididos en lugar de Marco Antonio, Agaforris o Culisueltas, tal vez serían menos violentas. Porque, te comento, el buen rock enseña y siempre enseñó a moverse dentro de los contornos muy amplios de la imaginación (ahora se dice polisemia, pensamiento lateral, inteligencia emocional). Cuando abierto, el buen arte supone una incitación y una invitación a la fantasía, a la creatividad, y esos valores están en las antípodas del superfervor de la violencia. ¿A vos te parece que podrían aprender todos esos valores con Ricky Martin, Ricardo Ascona o Cheién? ¿En qué canciones (o en qué parte de su propuesta estética general) vos lo percibís, me lo podrías decir?



Todo esto para decirte que somos también lo que elegimos. Y lo que descartamos. Que el cuerpo posible acompaña al cuerpo real como la sombra al objeto iluminado. Que esto que te digo sobre el rock nacional y esos viejitos que vos despreciás -Spinetta, Charly, Fito, nada menos: la Santísima Trinidad del Rock nacional- también puede aplicarse a cualquier artista serio, que haya elegido el camino de la poesía, el compromiso digno y la autenticidad. Hay semillas de Bob Dylan en Juan Quintero, hay un fraseo hondo a lo Zitarrosa presente en Liliana Herrero, hay muchísimo de Yupanqui, Chango Farías Gomez o Piazzolla en Spinetta, en Fito o en Serú. Te perdiste, ya lo sé. No lo podrías entender. La madera está en el palito y el palito en la madera. En lo que a mí respecta, despreciar esos artistas sería despreciarme a mí. Como mear para arriba.



Hay un argumento del periodista Orlando Barone (seguro lo conocés, es panelista de un programa que vos odiás). Dice –yo lo escuché repetirlo varias veces- que “cuando ve lo que hay del otro lado (se refiere al magma altisonante y destemplado de la oposición), se convence de ser kirchnerista, se convence de que debe apoyar este modelo”. Nunca estuve muy seguro de que ese argumento fuera compacto, sospecho que se le ven las fisuras, las costuras. Sin embargo ayer, cuando discutíamos vos y yo, sentí lo mismo que dijo Orlando Barone sobre la oposición. Yo escuché rock durante todos los años de mi juventud y adolescencia y lo que ahora soy -figura parcialmente inasequible para mí- es como un tallo que anudó su historia a esa otra historia más vinculante y más tenaz. Pero tu historicidad pasó por otro lado, o puede que no tengas raíz, que vivas chupando el aire, como el clavel del aire.



Me vas a volver con lo de “es sólo una cuestión de gustos”, te gusta ese estribillo. Pero eso no es exacto: porque ahí donde vos ves una circunstancia fortuita, yo intuyo un diagrama esencial. Me explico: en la “elección” de un estilo musical, vos ves la verruga de una ramita, en cambio yo siento un hachazo en la médula espinal. Allí donde a vos el mundo se te presenta como hojarasca, contingencia –una coyuntura que en definitiva es, pero pudo no ser-, yo veo por el contrario una pulpa definitiva, una síntesis parcial. Soy la encía de lo que han hecho de nosotros, soy en la modalidad de lo inconcluso como un polvo del inacabado  Schubert, desarmo y sangro. El miedo a la libertad, ¿no? En nuestra adolescencia, el rock nos enseñó a ser libres, a abrir la cabeza para que se despeinen las ideas, nos parecía mejor tener el pelo suelto que la libertad con fijador. Quisimos ser alma de diamante y, mientras mirábamos las nuevas olas, procurábamos actuar para vivir, reparar el tejido de la patria y articularnos nuevamente al sueño federal.

Pero sé que escribo palabras que no vas a escuchar, y que en caso de escucharlas, te van a entrar por un Ricky Martin y te van a salir por el otro Montaner, she moves, she moves. Porque vos y yo vamos a estar solos toda la vida. Y ya no importa saber si la razón la tengo yo o la tenés vos, o ninguno de los dos, o los dos. ¡Se acuesta con cada uno, esa vieja putonga!

Pero estoy envejeciendo, obtusa, a paso firme, sí sí sí, y los años me vienen enseñando que una cosa es la verdad y otra, muy otra, la felicidad.

Y todos saben que entre las dos serpentea el río más profundo, el tajo de los imperdonables.

El que te saludaba, desde la otra orilla, era yo.

Pero la ciudad se nos mea de risa, nena. Y yo, al menos esta noche, prefiero poguear.

Atentamente,


El obtuso de enfrente.

(Junio-agosto de 2013)

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